lunes, 11 de junio de 2012

El Campeón de Ilea


El día más caluroso de verano estaba por terminar y el sol resplandecía en el horizonte, como un enorme medallón dorado. Los hombres esperaban expectantes en las tribunas, sentados sobre telas acolchadas algunos, sobre lozas de piedra otros y sobre muebles finamente trabajados, los más afortunados. El lugar estaba lleno como nunca, vivo, ávido de sangre, embriagado.

Bajo la arena de batalla, pesados grilletes de hierro sujetaban sus gruesos y peludos brazos. EL hombre bufaba, enfurecido, esperando ser liberado, sediento de sangre. Cerca de un centenar de guerreros, acorazados y fuertemente armados había sido necesario para capturar con vida a semejante bestia y sin embargo al menos una decena había perdido la vida o había sido mutilada en el proceso. “Lo que sea por satisfacer a este pueblo, que tanto me ama”. Fueron las palabras del tribuno Tito Avernio, cuando dio la orden de capturarlo. En su voz un dejo de sarcasmo.

Al ser liberado, el enorme germano, caminó lentamente subiendo las escalas hacia la arena. Junto a la puerta, una espada digna de él, de casi dos metros de larga, estaba acompañada por tres jabalinas bien afiladas. Tomó un poco de agua de una tinaja que yacía junto al muro y retiró el exceso que había caído en su poblada y sucia barba.

Poco después, salió armado a la arena, listo para combatir. Se escucharon los gritos y aplausos de los concurrentes, que esperaban la sangre que allí seguramente correría. Frente a él, también en la arena, un pequeño grupo de hombrecillos, esperaba enfrentarlo. Estos hombres, vestían armaduras romanas ligeras, tenían yelmos cubriendo sus cabezas y estaban armados con espada mediana y escudo. Se formaron, tratando de emular una minúscula falange y esperaban la muerte. Él sería quien se las daría, como ya lo había hecho a otros en batallas anteriores.

El bárbaro avanzó, llevando el mandoble con una sola mano y el atado de jabalinas con la otra, se detuvo en el centro de la arena, clavando su pesada espada en el suelo y luego extendió los brazos clamando por los aplausos de los espectadores. Parecía que disfrutaba de lo que allí sucedía. Tomó una jabalina y la arrojó con furia, junto con un grito. El proyectil viajó rápidamente hacia el grupo e impactó la cabeza de uno de ellos, penetrando el metal del yelmo, rompiendo huesos, deshaciendo la vida. El guerrero cayó al suelo, envuelto en sangre.

Los demás, alzaron levemente sus escudos y comenzaron a avanzar, buscando acercarse para combatir a la bestia. Sus pasos casi inseguros, temerosos.

El gigante, riendo a carcajadas, tomó otra jabalina y de nuevo la lanzó junto con un grito de furia. El gran dardo voló hacia la cabeza de otro de ellos, que antes de ser impactado por la veloz arma, logró agacharse. La mala suerte llegó a quien caminaba detrás de él. El hombre murió con el cuello perforado, con su garganta destruida y su cabeza pendiendo de hilachas de carne ensangrentada.
Tras la muerte del segundo guerrero, el bárbaro se regocijaba, pateando la arena y mirando a los espectadores que brindaban por la muerte. Mientras tanto, dos de los tres guerreros que quedaban en pie, tomaron las lanzas que mataron a sus compañeros, apresurándose hacia el bárbaro, llenos de ira y las lanzaron desde una distancia de veinte pasos. Las jabalinas silbaron cortando el aire, buscando impactar al gigante. La primera pasó demasiado alta, un metro por encima de su cabeza. El germano bajó su cabeza, intentó agacharse por debajo de la segunda jabalina, intentó quitarse del camino y finalmente levantó su brazo izquierdo para protegerse.
El enorme dardo impactó al fin, el antebrazo del bárbaro y salió despedido hacia arriba, girando, para luego caer sobre la arena. El gigante se irguió de nuevo, haciendo una mueca, quizás una sonrisa. Su dentadura muy despoblada y podrida, sus babas cayendo sobre su sucia barba, provista de algunas viejas trenzas.

La jabalina había perdido todo su filo al haber destrozado el yelmo y el cráneo de su anterior objetivo.

Los dos agresores, iban corriendo a buscar sus escudos y espadas, después de haber lanzado las jabalinas, cuando el germano decidió tomar represalia. Apuntó su último dardo y lo lanzó contra el guerrero que se había quedado atrás, parado, esperando la muerte. El gigante tenía furia y odio en sus ojos, como si recordara algo de su pasado.

El proyectil voló, con rumo certero. El guerrero inclinó su escudo, separó levemente las piernas y finalmente, justo antes de que la jabalina llegara, escondió su rostro. El impacto tronó, desastillando tanto la defensa como el arma. El guerrero, salió despedido y cayó al suelo.
Ínterin, los otros dos guerreros se habían lanzado a la caza de la bestia, como si fueran en busca de unos lobos de invierno.

La refriega entre esos tres, terminó casi tan rápidamente comenzó. El germano blandió su gigantesco mandoble con ambas manos y al primer tajo, cercenó el brazo que portaba la espada de uno de los guerreros y luego, empujándolo con su poderosa pierna, lo lanzó al suelo. Justo después, recibió un tajo en el costado, que intentaba perforar su carne y matarlo, pero ni hizo más que deslizarse sobre las pesadas pieles de oso que lo protegían. Más por el desacertado movimiento, que por el débil filo de la espada.  Al instante, el germano tomó con su mano izquierda el brazo que portaba la espada del guerrero, mientras que con la otra, aun sosteniendo el mandoble, derribó el yelmo protector de su cabeza. Luego comenzó a darle cabezazos en su rostro, rompiendo la nariz y pómulos, reventando sus dientes y la piel de su frente. Al final, lo dejó caer al suelo, como a un saco lleno de maíz, cubierto en su propia sangre.

Dio unos largos pasos alrededor de los moribundos, mirando al último guerrero, que había dejado en el suelo el destrozado escudo y había tomado una espada más. Después, clavó su espada de dos manos en el pecho de uno y luego del otro.

La tribuna se agitaba, al saciar su sed de sangre.  Celebraban la muerte como los pájaros celebran la llegada de la primavera.

EL germano sabía que quedando tan sólo un contrincante, su victoria estaba asegurada. Comenzó a caminar con su mandoble empuñado, de frente, quería partirlo en dos, quería cortarlo justo arriba de la cintura, quería darle una muerte sangrienta y terrible. Cuando pensó que lo tenía al alcance, lanzó un irascible tajo, con todas sus fuerzas. La ensangrentada hoja de metal de metro y medio de largo cortó todo lo que se puso en su camino. Cortó el aire.

El guerrero, había girado alrededor del bárbaro, en contra de la dirección de la espada y se había agachado, aprovechando su diferencia de tamaños, de un poco más de dos cabezas. Ahora se encontraba en su flanco, armado con dos espadas romanas. Fue tan rápido que la tribuna enmudeció. Con la espada en su mano derecha, cortó la carne del muslo derecho del gigante y con la espada en la mano izquierda intentó penetrar el costado del mismo. Se perforó la pesada piel y crujieron las costillas, pero la espada no logró internarse mucho en el torso de la bestia.

Se escuchó un aullido de dolor y luego el choque del codo del bárbaro, impactando el yelmo del guerrero, quien trastabillando fue despedido varios pasos hacia atrás. El guerrero al fin, lanzó al suelo el casco que estaba bastante abollado y dejaba ahora poca visibilidad. Parecía que había sido golpeado con un enorme martillo.

En las gradas, un silencio sepulcral, como la calma antes de la tormenta, hizo que los momentos parecieran transcurrir más lentamente.
Los adversarios comenzaron a caminar lentamente, uno rodeando al otro. Se estudiaron como dos fieros leones, preparándose para conquistar la planicie, preparándose para demostrar quién era el más apto.

Luego, junto con las exclamaciones de los espectadores, se lanzaron de nuevo al encuentro. El germano, estaba ahora al tanto del peligro que corría y se movía con más precaución. Intercambiaron intentos de herirse, las espadas se rozaron una y otra vez, se dieron golpes con los pies, se lanzaron escupitajos, se insultaron en diferentes idiomas, pero continuaban en pie y sin herirse aun de gravedad.

Finalmente la reyerta se intensificó, cuando el guerrero logró de nuevo cortar el antebrazo del gigantesco germano, quien lleno de furia lanzaba mandobles tratando de matarlo. El gladiador desviaba levemente los ataques, con una o con otra espada, lo suficiente para poder esquivar los ataques, con movimientos rápidos y coordinados.  Pero poco después, dejó de defenderse, parecía que comenzaba a cansarse y se lanzó también al ataque.

Sus espadas chocaron una y otra vez, como fieras en celo y chispas brillantes, como la luna llena, saltaron desde ellas.

De repente, el bárbaro aprovechó que el guerrero bloqueó con ambas espadas y con un bufido y toda su fuerza, impacto con su frente, la frente de su adversario. El guerrero perdió el balance y cayó de espaldas al suelo, con el rostro ensangrentado y sus ojos henchidos de lágrimas, pero con sus espadas en las manos. Sin darle cuartel, el bárbaro le pisó el pecho y el brazo derecho y luego lanzó un tajo hacia la cabeza del gladiador, quien levantando primero el pecho para quitarle puntería, esquivó el ataque, moviendo la cabeza a un lado. La enorme espada cortó la arena pero también logró cortar la carne del hombre del guerrero. Éste, con una reacción rápida impulsada por el dolor, enterró la espada de la mano libre en la pierna del bárbaro que continuaba sobre su pecho, perforando ambos gemelos de lado a lado. El germano gimiendo de dolor, se retiró de encima del guerrero, haciendo que la espada saliera, cortando aun más gravemente sus músculos. La sangre brotó como un manantial carmesí y baño al guerrero que lo miraba con ojos claros y profundos, llenos de lágrimas y sangre. Su brazo temblaba a causa del dolor que le causaba el corte en su hombro.

El guerrero se puso de pie, dejando caer la espada de brazo herido y se puso de frente a la bestia, que sangraba copiosamente, inundando la arena con su sangre, cojeando, gimiendo de dolor.

Por su parte, el germano, invadido por el odio, esperaba el momento en que el gladiador se decidiera acabar con la bestia herida, para darle una sorpresa de muerte, un tajo con toda su fuerza.

Los segundos corrieron, sus corazones palpitando fuertemente, como queriendo salir de sus pechos. Sus respiraciones pesadas y rápidas. El público rugiendo como relámpagos, pedía más sangre, clamaba por más muerte.

El guerrero observaba al enorme germano, que apretaba la empuñadura de su gigantesca espada. Sus nudillos blanquecinos por la presión. De su costado brotaba sangre, entre sus costillas, el serrato perforado, dejando una marca rojiza que crecía en las pieles que le protegían. En su muslo vio el corte que se abría mostrando las fibras musculares del abductor mayor, el sartorio y el recto anterior, revelando que la herida era más grave de lo que pensó en principio. En su pierna, los gemelos destrozados, bañaban hasta el talón y luego la arena. La bestia estaba herida de muerte, era el momento más peligroso de todos y él lo sabía. Intentó levantar su brazo dolorido, para retirar un poco la sangre de sus ojos,  pero le fue imposible. Su mirada aun fija en su enemigo. Su cuerpo afectado a su vez por un sufrimiento indecible.

Al cabo, el dolor acabó con la paciencia del germano, quien levantó su mandoble por encima de la cabeza y con pasos apresurados cargó contra él, gritando. El guerrero, titubeando, dio un corto paso hacia atrás, pero luego, girando su cuerpo hacia la izquierda y desplazándose hacia la derecha y adelante, levantó la punta de su espada y la apuntó hacia el pecho del bárbaro. Ambos contrincantes buscaban con un último ataque, darle muerte al otro.

Los enemigos cayeron al suelo con un gran estruendo. El germano sobre el gladiador.

En las tribunas, los espectadores se apilaban en los bordes de las gradas, tratando de saber que había sucedido. El silencio se apoderó de nuevo de la gran arena.

Unos instantes después, el germano comenzó a moverse pesadamente, como intentando levantarse. Su espada de doble empuñadura, cubierta de sangre estaba tirada sobre la arena, muy cerca de él. Sus brazos se estiraron, en dirección al suelo, en una extraña pose, como si sostuvieran la parte superior de su cuerpo.  Luego, girando cuan largo era, cayó de espaldas, quitándose de encima del ensangrentado guerrero. Una espada media, enterrada completamente en su enorme plexo.

El gladiador muy lentamente, se puso de pie ante los ojos incrédulos de los concurrentes. Parecía mareado. Pero en su rostro manchado de rojo, podía verse una mueca de satisfacción.

Entre los vítores, aplausos y gritos desde la tribuna, pudo oír la gruesa voz de trueno del anunciador, junto al palco imperial que repetía: “¡Que viva el Campeón de Ilea!”.

                                              por: Daniel Escorce

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